Cristina Coroleu, entre las flores y el bosque

Por Diana Fernández Irusta

Sin Titulo. 2008. EMAKIMONO. Técnica Mixta, tinta japonesa y acuarela. 28 cm x 76 cm. De la serie Orientales
El silencio apretado y húmedo del bosque Montseny. Cristina Coroleu dio uno, dos pasos, y al tercero algo allá abajo cedió, y su cuerpo se hundió hasta las rodillas. Caminar como si se nadara entre hojas antiguas: la artista respiró hondo: hayas, castaños, coníferas: el rastro de algún jabalí, la sombra rápida de un pájaro. “Hundirse en el bosque es sentir el tiempo que pasa y nos mantiene y nos libera del espacio en que vivimos”, escribió luego, cuando supo que ese paso por el bosque encaramado en las montañas catalanas había sido algo más que un simple alto en la vida.

Cristina nació en Córdoba hace unos 68 años, vivió en Ámsterdam, donde estudió artes gráficas, y luego se instaló definitivamente en Buenos Aires. Conoció la delicada textura del Sumi-e, la aguada japonesa, en el Centro Argentino de Estudios Japoneses. Y experimentó, a poco de iniciado este siglo, un antes y después similar al que vivió, hacía apenas dos años, en el bosque de Montseny. Porque la delicadeza de la pincelada oriental fue el camino para iniciar, en 2007, el Proyecto Samohu: una suerte de recuperación y relevamiento de la flora nativa -flores y hojas de lapacho, jacarandá, ceibo, tipa, palo borracho- que, para Coroleu, significaba también un discreto activismo en defensa de la belleza frágil.

Sin Título. 2015. Tinta japonesa y acuarela sobre papel, 35 x 100 cm. De la serie Jacarandá
“Fui una niña salvaje”, cuenta, y confiesa que en algún lugar del corazón lo sigue siendo. Hija de agrónomo, en Córdoba conoció el sabor de la intemperie; una infancia de rodillas cascadas, raspón de árbol y alambrada, caballos, panales, culebras. “Voy a la naturaleza y regreso a ese estado de felicidad”, explica.

Las flores, el papel de arroz, la paleta de la floración que alguna vez Carlos Thays pensó para Buenos Aires, la llevaron a dictar talleres, inaugurar muestras, recrear, en versión rioplatense, la tradición del hanami: ese encontrarse de los japoneses a la sombra de los cerezos en flor, y celebrar, en calma, la fugacidad y gracia de la vida.  

Sin Titulo. 2009.
Tinta japonesa.
100 cm x 35 cm.
De la serie Árboles y ramas
En noviembre de 2016 la viudez la sorprendió con el vértigo de una navaja cruel. Fueron días tristes, de un dolor de esos que escapan a las palabras. Con el duelo a cuestas, Cristina decidió viajar a Cataluña, tierra de sus ancestros. Se había organizado una residencia de artistas en una antigua abadía medieval lindante con el Montseny, y allí fue. “Me la pasaba en los bosques, llorando”, recuerda. Pero también rememora cómo, por entre la hondura de árboles y hojarasca, la pesadumbre poco a poco iba drenando.

Durante la residencia conoció a un fotógrafo, Pepe Ferrer, con quien comenzó a experimentar en el territorio del cruce expresivo: pinceladas de pintura sobre materia fotográfica, bosques recreados, interpretados, registrados. También conoció a Martí Boada Juncá, geógrafo, químico, especialista en mediciones climáticas y asesor científico de la Unesco, que un día la invitó a su casa en la linde del Montseny. Allí hablaron del calentamiento global, de la amenaza que pende sobre los grandes bosques del mundo, de una catástrofe ambiental que, más que anunciada, es catástrofe en marcha. Coroleu se maravilló con las esculturas que, en paralelo con su trabajo científico, el geógrafo hace con lo que llama los “desechos del bosque”. Troncos lastimados, restos de metal, hojas caídas y una oda al vínculo secreto con el que los árboles se nutren y protegen entre sí.

Durante aquellos días en el Montseny, varias cosas fueron tomando forma en el espíritu de la artista. Mientras se perdía en la fragancia del bosque al amanecer, recordaba al que luego bautizó “el bosque muerto”: hectáreas y hectáreas de lengas secas y sin vida, que recorrió años atrás, mientras dictaba un seminario de aguada japonesa en Río Grande, Tierra del Fuego.

Entonces un día, entre piedras y pedregullo, tierra y susurro de castaños, con las piernas hundidas hasta las rodillas en las hojas del bosque catalán, decidió que quizás fuera momento de dar cierta vuelta de hoja. Que algo había que empezar a hacer con los bosques, éste que ahora la acariciaba en silencio, y los que ardían, con ferocidad inusitada, en distintas partes del mundo. Algo tenía que hacer, y ese algo tal vez pudiese unir este bosque vivo por el que ahora deambulaba con el bosque muerto que había descubierto poco tiempo atrás.

Lapacho
Cuando regresó a la Argentina, se puso en contacto con el fotógrafo Maxi Amena, con quien viajó al bosque de lengas, para iniciar un trabajo en conjunto, y aportar otro tipo de mirada a toda esa desolación. Siguió en contacto con Pepe Ferrer y en permanente diálogo con Martí Boada Juncá. Desde que se encontraron hasta hoy, ardieron bosques en Siberia y en Alaska; ardió el Amazonas. “Lo que hay que decir ya no tiene que ver con la dulzura de la aguada”, dice Cristina, que no obstante sigue pintando, que volvió al papel de arroz, pero que ahora usa el color negro como antes no lo usaba, y estampa cera de abejas entre la pintura, como testimonio del escándalo de esa otra muerte -la de los insectos polinizadores- que está ocurriendo todo el tiempo, e incorpora palos -ya no la suavidad del pincel- en trazos furiosos, primitivos, agoreros.

Mira con atención la obra de Tomás Saraceno, Charly Nijensohn, Andrea Juan, y hacia allí quisiera encaminarse: registro contemporáneo, confluencia de técnicas, cultura y naturaleza, trabajo en equipo.

Jacarandá
En junio del año que viene, Boada Juncá expondrá sus esculturas en Buenos Aires. Quizás para entonces, algo del proyecto bosque muerto/bosque vivo -todavía en pleno proceso de gestación y de intercambio de palabras, observación, plástica, foto y objeto- haya madurado y pueda, también, mostrarse.

“Pienso en el cerezo”, cuenta Cristina. Y explica un procedimiento de pintura taoísta. Pintar la flor del cerezo como quien dibuja un círculo: un ciclo que empieza y termina en el centro; encuentro de cinco pétalos, un único centro, y la rueda de la existencia, eterna y cíclica -como el agua, como el bosque- irradiando desde lo más sencillo, efímero y bello.

Sin Titulo. 2005. EMAKIMONO. Acuarela. 35 cm x 100 cm. De la serie Atmosféricas