Después
de cuatro años de hacer funciones de La
Pilarcita, y a seis años de haberla descubierto en un archivo de santos
populares que me prestó mi querido maestro Mauricio Kartun cuando cursaba la
EMAD, pude llegar a la fiesta de la santita popular en que se inspira la obra.
Sabía
que en Concepción del Yaguareté Corá se celebraba el aniversario el 12 de
octubre, porque ese día, pero hace más de cien años (1917), una niña de cuatro
años de edad llamada Pilar Zaracho (la Pilarcita) moría aplastada por la rueda
de la carreta en que viajaba, cuando saltó para salvar a su muñequita.
Nos
costó mucho encontrar el lugar. Nos llevó días, llamados telefónicos sin
respuesta. Hasta llegamos a pensar que el lugar no existía o que había
desaparecido vaya a saber por qué motivo. Hasta que finalmente hace más de un
año lo logramos. Ayelén, una chica que trabaja en el hotel de Concepción, nos
confirmó que el pueblo existía, que el festejo de La Pilarcita era el 12 de
octubre durante todo el día, que la gente efectivamente le llevaba una
muñequita como ofrenda, que era una fiesta popular donde había asado y baile para
todo el mundo.
El
pueblo está en los Esteros de Iberá, a casi 200 kilómetros de Corrientes
Capital.
Averiguamos
pasajes y fechas. No nos resultaba fácil con las cosas que teníamos que hacer
acá, funciones, hijas, cosas que una prioriza siempre.
Viajamos
con Peche (Mercedes Moltedo, actriz de la obra). No sabíamos si colectivo o avión,
si ir a Resistencia o Corrientes, si combi o taxi, si alquilar auto o ir en
micro.
Finalmente,
después de dar vueltas, una noche, cada una en su casa, yo encerrada en la
pieza mientras mi familia me gritaba que fuera a cenar, y estimuladas por las doce
cuotas sin interés, sacamos los pasajes en avión. Con el pasaje en la mano, ya
estábamos más cerca.
Compré
una muñequita en Sopa de príncipes,
donde ya había comprado muñecas adoradas por mis hijas, esta vez para llevarle
a La Pilarcita en agradecimiento, y nos embarcamos hacia Resistencia el
miércoles a la madrugada.
El
aeropuerto aún mantiene la forma que registraron las filmaciones en Súper 8
cuando llegábamos con mi hermana en los brazos de mi mamá desde Rosario y mi
abuelo nos iba a buscar, porque vivían en el Chaco. Solo que esta vez nos
esperaba Maxi. Un remisero que nos llevaría a Concepción, que de tan amable que
resultó por teléfono dudamos que nos fuera a asesinar en la ruta y tuvimos que
chequear que Ayelén siguiera ratificando que lo conocía.
Maxi
comía chicle, hablaba, miraba el teléfono y manejaba, todo al mismo tiempo. No
le gustaba el chamamé ni las cosas típicas. Tenía la uña del meñique larga, le
pregunté si tocaba la guitarra pero dijo que no. Después Peche me dijo que creía
que esa uña se usa así para tomar cocaína.
Maxi
sobre La Pilarcita conocía poco, sabía del festejo pero hacía años que no iba.
Nos dijo que había que llegar en camioneta cuatro por cuatro porque el camino
estaba feo y que quedaba a 20 kilómetros de Concepción. Le comentamos que
veníamos a verla porque hacíamos una obra de teatro que tenía que ver con ella,
pero no pareció interesarle demasiado. En la ruta nos mostró el camino para ir
al Gauchito Gil que está en Mercedes y también nos señaló para dónde queda San
La Muerte. Nos dijo que Concepción no era tan chico. Que mucha gente estudiaba ahora
para guía para poder quedarse, porque la juventud se iba y el pueblo se estaba
achicando. Parece que han abierto un nuevo portal de los esteros del Iberá hace
poco más de dos años y están apostando a eso.
Maxi nos
contó que se podían recorrer los esteros en lancha, en bote tirado por caballo,
o en kayak, pero que hacía poco a una turista inglesa le había entrado una
yarará en el kayak, que tuvo suerte porque actuó bien, se quedó quieta como
estatua y después se sentó en el borde a esperar que un guía la rescate.
Después, en Concepción, cada uno de los guías o encargados del turismo a los que
le comentábamos eso se encargaban de minimizarlo o incluso desmentirlo, por
miedo de que la gente no viaje, que el turismo no funcione.
Cuando
le dijimos a Maxi que nos interesaba ir a los esteros, llamó sin parar a un tal
Saúl. “¿Se cortó la luz en Concepción?”, preguntó al teléfono. “Porque no me
atiende Saúl al fijo”. Con una mano manejaba y con la otra insistía con Saúl, a
quien parecía habérselo tragado la tierra. Todo lo consultaba por el teléfono. “¿Qué
arboles son los de las flores rosas, Maxi?” Volvía a hacer otro llamado: “Decime, ¿cómo es
que se llaman estos arboles de la costanera de florcita rosada?” Lapachos son,
nos comentaba. “Después nos avisás lo de los esteros”, le dije. Pero él seguía
hablando: “Hola, ¿qué tenés que hacer mañana? Para ir a los esteros.” Parecía
que quería que alguien sí o sí se hiciera unos mangos.
Hizo dos
paradas más antes de agarrar la ruta a Concepción. Subió una señora sola y, en
otra esquina céntrica, una joven con un bebé chiquitito.
Cerré
los ojos sin querer y cuando los abrí ya estábamos en Concepción. Calles de
tierra y quietud. Dejamos primero a la señora en una casita con gallinas, flores
y una vaca atada en el jardín. Maxi dudó en dónde bajar a la joven madre, que
abrazó todo el viaje a la bebé con sus manos llenas de pulseras y anillos plateados.
La mujer le indicó otra dirección. Cuando ella se bajó, Maxi comentó: “Se mudan
a cada rato, alquilan”. En el viaje Peche les había preguntado a ambas mujeres
de qué trabajaban. Después de un silencio, la mayor dijo: “En la municipalidad”,
y la joven: “Yo antes tenía un negocio de ropa. Ahora la tengo a ella”. Con una
sonrisa que no entendí si era de felicidad o de resignación.
Seguimos
por calle de tierra y llegamos al hotel. Una esquina con una casa antigua de
puerta cerrada. Maxi bajó. Aplaudió. Y salió Susi, una señora sumamente
simpática y calma.
Entramos
al hotel La Alondra. Un paraíso, con
un encanto pocas veces visto. No podíamos dejar de posar la mirada en todos los
objetos que tenía. Susi nos miraba como si no estuviera viendo esa hermosura
que nosotras mirábamos. En el patio había una casita que hacía las veces de
capillita, y entre las cruces y las imágenes religiosas artesanales, una
estatuita de madera pequeña tallada con la figura de una nena abrazando a una
muñequita: sí, era La Pilarcita.
Nos
acomodamos en esa casa hotel, maravilladas. Eran cerca de las dos de la tarde y
queríamos almorzar. Susi nos dijo que tenía que llamar a la cocinera del hotel
a ver si podía venir. Le preguntamos por un bar. Dijo: “Queda lejos, a siete o
seis cuadras”. ¿Y está abierto? “No”. Entonces, afortunadamente, conocimos a
Reina.
Reina
nos esperaba a dos cuadras del hotel con cuatro empanadas de carne que le habíamos
encargado por teléfono. Dos fritas y dos al horno. Por suerte no nos
arrepentimos de pedir dos fritas a último momento, porque resultaron espectaculares.
La
puerta estaba entreabierta, aplaudimos desde la calle, adentro una chica hacía
algo sobre el mantel. No se movió. Enseguida salió Reina con un gorro de
cocinera, los cachetes felices, ojos claros y vivos. Nos preguntó si queríamos
comer ahí o llevar la comida. Decidimos quedarnos en esa casa llena de chicos,
perros, gallinas, había también una cabeza de chancho sobre el freezer. El
televisor prendido se opacaba ante tantos objetos. Trofeos de fútbol, flores,
fotos, dibujos, mantelitos y un altar de San Cayetano sobre una mesa entera que
ocupaba medio comedor, living y restaurante, todo en el mismo ambiente.
El altar
lo había armado para siempre, porque le pidió trabajo para su hija y consiguió.
Después descubriríamos que ese era el tamaño de la fe en el pueblo: medio
living. Las casas tenían todas algún altarcito o casa del Gauchito Gil o una virgen
en la entrada, o pintada toda la casa de rojo, o una bandera de San Cayetano. Y
también La Pilarcita, que estaba en la ruta esperándonos para su festejo el día
viernes.
Cuando
nos sentamos a la mesa, desaparecieron las hijas y los perros.
Reina
nos contó su historia. Era madre de siete hijos. Había vivido en el campo sin
cobrar sueldo, enfatizaba. “Porque antes era así. Yo criaba a mis hijos, hacía
las tareas y cocinaba para mi marido y para todos los empleados del campo,
gratis. Me levantaba a las cuatro de la mañana todos los días. Pero por suerte
me separé. No sé de dónde saqué la fuerza, pero me fui. Primero llevé a un hijo
y después al resto.” Tenía un hijo ciego porque ella había tenido rubeola en el
embarazo, y contaba que había tenido que aprender a hacerlo independiente a su
hijo. “Mirá si lo logró que hoy en día vive solo en Corrientes y quiere
estudiar diseño gráfico”, hasta ella se sorprende.
Su hijo no
vidente consiguió una atención privilegiada, gracias a que Reina conoció a la
dueña de la institución en un colectivo larga distancia, la dueña era lisiada y
ella amablemente la ayudó a reclinar el asiento. Nos contó de su hermano músico
y alcohólico. Y de su sueño que se está empezando a hacer realidad desde que Macri
la invitó a cocinar en la Casa Rosada, porque ella le hizo probar sus
pastelitos cuando fue a inaugurar el portal de los esteros. Cuenta emocionada
que Aguada autorizó que ella recorriese la Quinta de Olivos. Que tiene utensilios
preciosos.
Hace
poco que se independizó y está atendiendo en su propia casa, como si fuera un restaurante.
Ahora
está organizando una fiesta del pastelito. Nos muestra orgullosa los
preparativos, donde hizo un presupuesto detallado para conseguir el dinero.
Pido ir
al baño, me dice con vergüenza que el baño no es bueno y está afuera. Voy de
todos modos. En el patio la hija chupa naranjas y un palo sostiene muchas latas
de arvejas como macetas colgantes, que han florecido. Quizás por eso volvimos
todos los días a comer esa comida y a florecer. Como florece Selva en La Pilarcita, pienso.
Comimos
dulce de mamón, pastelito, guiso carrero, kivevé, tortilla de papas. Todo acompañado
con pan y agua. Nos trajimos dulces de frutas y dulce de leche en barra para
compartir con el elenco que esperaba ansioso las novedades del viaje.
Cuando
le preguntamos por su nombre, dijo con una carcajada que se llamaba Reina Isabel.
Porque nació el día de los Reyes Magos. El nombre le quedaba perfecto.
Después
de almorzar en lo de Reina fuimos a recorrer el pueblo.
El
pueblo es limpio y espacioso. La gente camina por la calle porque pasan muy
pocos autos. Hay una sola escuela. No vimos bares, apenas unos negocios
salpicados, algunos que dicen Ropería, un kiosco que tiene un cartel que reza
“juguito”, un almacén grande con un cartel escrito a mano que amenaza a los
morosos para que paguen la cuenta, de lo contario pasarán su nombre por la
radio. Una heladería cerrada con el dibujo de Condorito. Todo parece detenido
en el tiempo.
A las
cinco de la tarde un joven con chaleco naranja corta la calle principal con un
cono porque a esa hora salen los chicos de la escuela de inglés. El joven se
para y saluda a los escasos autos que pasan, la mayoría motitos que andan de a
tres o cuatro, familia entera sobre motito o bicicleta. En la plaza pasea con
su bebé la madre que vino con nosotras en el remís de Maxi.
Allá el
tiempo dura más. Tenés la sensación de que no pasa. En un día uno hace muchas
cosas y sigue siendo el mediodía.
Fuimos
al museo de La Pilarcita, es una casa que guarda más de cuatrocientas muñecas
que donó la poeta Marily Morales Segovia, oriunda de Concepción. Se pueden
escuchar canciones que ella misma le dedicó, cantadas por Aldy Balestra, que te
cuentan la historia de la santita. Fuimos también al predio del peón rural,
donde hay un museo de las casas de campo de antes, era como estar viendo la
casa de mi papá. Nos contaron que una vez al año hacen una fiesta que dura dos
días y el parque se llena.
Llegamos
al hotel cansadas habiendo hecho todo el recorrido a pie. En el camino,
compramos gorros y Off para ir a los
esteros al día siguiente. Habíamos decidido hacer doble excursión, en canoa
tirada por caballo y también lancha.
Nos
bañamos y en el hotel nos esperaba la fogata que nos habían prendido en el jardín.
Tomamos mate mirando el fuego y escuchando canciones folclóricas. No podíamos
estar más felices.
El jueves
fuimos a los esteros del Iberá.
Salimos
temprano con Fito, el guía esposo de Susi. Teníamos una comitiva de tres
acompañantes: Fito, Marcos y el chofer. Pasamos a comprar alpargatas porque nos
recomendaron. Encontré unas iguales a las que usaba mi papá, pero de color verde.
Descubrí por qué las usaba tanto.
En el
camino a los esteros nos mostraron desde la camioneta los primeros animales.
Carpinchos, vacas y ovejas. Fito, Marcos y el chofer se toman a pecho el
avistaje de animales. Después nos cuentan que hay turistas que se quejan si no
ven: “Se creen que van a un zoológico”.
Llegamos
a los esteros. Diego vivía ahí, tenía estacionados varios botes. Nos pusimos
salvavidas y subimos con Fito. Diego en su caballo arrastraba la canoa en el
agua. El perrito nadaba atrás de nosotros, cuidando a su amo.
Era
única la sensación de estar adentrándonos en ese agua tan inmensa, entre juncos
y aves. Yacarés, camalotes. El sol, el silencio, la inmensidad y la voz de Fito
que no paraba de contarnos cómo se llamaban los pájaros y las flores. Hay una
leyenda atrás de cada ave. El chajá, el Carau. Pájaros bellísimos que se
clavaban en los esteros ignorando lo hermosos que son.
Llegamos
a tierra firme. Y despedimos a Diego y al caballo que se llamaba Veintidós. Nos
contó con vergüenza que lo había cambiado por un revólver.
Almorzamos
en el refugio. Descansamos bajo unos árboles. Caminamos después hasta la
lancha. Con miedo metimos nuestras alpargatas nuevas en el barro, sin mirar ni
saber qué había abajo. Vimos cómo los chanchos destruyen las tierras. Una
chancha con su chanchitos caminando al sol. Las gallinas custodiando las casitas
donde los lugareños duermen la siesta. La inmensidad por todos lados. Para
arriba el cielo, abajo el agua. Y todo alrededor el viento.
Fito nos
contó que antes de trabajar de guía y en el hotel había vivido en Buenos Aires
y que antes había tenido una pulpería en el pueblo, que la terminó cerrando
porque la gente se terminaba matando. Los hombres, por las mujeres. Fito
parecía haber tenido cinco vidas mientras que nosotras transitábamos apenas
una.
Marcos
nos esperaba en la lancha. Si hubiera sido perro, habría movido la cola de la
felicidad que tenía, contaba con alegría que había sido convocado para ser guía
ese día. Llevaba mate, bizcochitos y una sonrisa de oreja a oreja que no se achicó
nunca. Contó que cuando llegó al pueblo a vivir con su hermano casi lo linchan
porque se le ocurrió hacer un zapucay en una fiesta, que allá hay códigos. Y a
él, por ser rubio y pintón, los hombres del pueblo lo odiaban. Ahora trabajaba
muchas horas por día en un aserradero. “Es muy duro el trabajo”, contaba. Y nos
mostró un dedo al que le faltaba un pedazo, mientras sostenía el mate, la
charla y la sonrisa. Nos mostraba contento las familias de yacarés, acercaba la
lancha a los nidos de arañas, se emocionaba cuando se vislumbraba un ciervo. Avísenme
si hablo mucho, decía.
Cuando nos
despedimos nos agradeció. Le pedimos el mail y la sonrisa se hizo más
pronunciada. Nos dimos cuenta que no tenía. Pero nos dijo que hacía mucho que
no se divertía tanto. Que había veces que hasta había tenido que contar chistes
porque la gente estaba muy seria.
Cuando
volvimos al pueblo eran las cuatro de la tarde. El tiempo se había detenido
nuevamente.
Ninguno
de ellos iba a ir al festejo de La Pilarcita, nos quedó claro que no era un
evento turístico. Nos preguntábamos entonces quiénes irían.
Esa
noche nos preparamos para conocer a La Pilarcita.
Fito nos
dijo que había visto a Munda, que era quien había cuidado el altarcito durante
cuatro años y ya le había contado sobre nosotras. Atendía un supermercado que
cerraba a las nueve de la noche. Era la dueña, estaba en la caja y, mientras
pasaba las gaseosas por el marcador de precios y cobraba, nos charlaba.
Cuando
le preguntamos a Munda sobre el comienzo de los milagros en La Pilarcita nos
dijo que la gente que pasaba por ahí no podía seguir de largo. Que cuando los baqueanos
seguían de largo, algo malo les pasaba. Tenían la sensación de parar y no se
querían ir. Si estaban apurados y pasaban de largo arreando vacas, las vacas se
les perdían. Entonces sentían la necesidad de parar. Y agradecer también cuando
volvían. Así empezó todo, hace ya más de cien años.
Hubo
muchos casos, cuenta. Ella misma tuvo su hija gracias a La Pilarcita, asegura.
Nos dice que muchas parejas que no pueden tener bebés le van a pedir. O piden
para la salud de sus hijos. Ella cree mucho. Es muy milagrosa, nos dice.
Nos
recomienda ir bien temprano, llevar agua. Ella se ocupó varios años del lugar
donde está el festejo, pero ahora solo va y dona siempre una torta para
compartir con los chicos que se acercan.
Finalmente
llegó el día. Viernes 12 de octubre.
Los
remises nos querían cobrar una fortuna para llevarnos. Finalmente Susi vino la
noche anterior con el teléfono en la mano, del otro lado estaba el Nene, que
tenía un colectivo que iba a la mañana temprano, por un precio más razonable.
Accedimos porque además nos entusiasmaba compartir la experiencia con la gente
de la zona.
Así fue
que a las ocho en punto estábamos las dos paradas en la iglesia, frente a la
plaza, esperando que nos buscaran. Después de casi una hora de retraso, el
colectivo asomó, nos dijeron que demoraron porque ellos salían de la casa del
chofer pero como nosotras no sabíamos dónde vivía, nos señalaron la iglesia. Yo
llevaba en la mochila la muñequita que le traía desde Buenos Aires, el mate y
algunas cosas más que pensábamos dejar en la baulera del micro.
Pero el
colectivo que llegó era un escolar naranja y blanco que apenas tenía ruedas y
techo. Parecía que por dentro hubiese sido atacado por perros hambrientos. Nos
sentamos y arrancamos. Temblaba como una licuadora. Paró en varias esquinas
donde subieron promesantes de todo tipo y edad, gauchos con sombreros y
conservadoras, señoras maquilladas como puertas, adolescentes risueñas. Todos
saludaban al subir. Cuando estuvimos completos, nos adentramos en el camino de
tierra.
El
colectivo era como los que me habían llevado a las excursiones en mi infancia,
recordaba hasta los tapizados. Las cortinas. Las ventanas que se abrían poco, y
que yo miraba durante horas. No se desarmó en el camino, pero de golpe y sin
aviso se paró en el medio del camino. Intentaron hacerlo arrancar pero fue
imposible.
- ¿Falta
poco? - Preguntamos.
- Poco
para quedarnos. - Dijo el hombre de sombrero, riéndose.
- ¿Qué
pasa chofer?
- Nos
quedamos sin gasolina.
- ¿Y no
sabían que había que ponerle nafta para que anduviera? -Dijo el hombre.
El
chofer y el Nene bajaron sin contestar, y se quedaron clavados al costado,
fumando. Nosotras también bajamos.
- Ahora van a venir a traernos nafta.
- ¿De dónde?
- De Concepción.
- Pero
van a tardar como una hora.
- Y, sí.
Entonces
emprendimos la caminata hacia el festejo. Una madre con sus hijas llevaban
silletas y mesa, y nos contaba que iban todos los años a pedir y agradecer.
Después de un rato paró una chata pequeña que llevaba en la parte de atrás una
docena de personas: una señora sentada en una silleta, bebes, y varios chicos.
“¿Necesitan
algo? ¿Las llevamos?” Sin dudarlo dijimos que sí. A pesar de que estaba lleno,
entramos. El viento nos despeinaba y me maravilló la seriedad de la gente
hospitalaria: no se cuestiona, lo hace. Donde entran dos, entran tres. Y donde
no entra nadie más, entran todos.
Después
de un rato, a la distancia, en la ruta, se distinguían autos, colectivos,
caballos y música. Sí, ese era finalmente el festejo de La Pilarcita. Existía y
habíamos llegado.
Era un
predio enorme, con un cartel de madera que decía La Pilarcita y una rueda de
carreta en memoria del accidente, rodeada de flores. Dos puestos vendían
muñecas y juguetes. A un costado, tablones de punta a punta y bancos, preparados
para el asado. Música, un escenario al fondo adornado con guirnaldas que
esperaba a los músicos. Por los parlantes se escuchaba chamamé. A un costado, cuarenta
costillares de vaca que la gente había donado, cocinándose al fuego y cinco
ollas gigantes donde preparaban polenta con queso y carne.
Adelante,
una especie de casita que escondía el alma de la fiesta: la estatua de La
Pilarcita. Llena de muñecas que la gente le iba dejando y velas encendidas sobre
el piso, a sus pies. Alrededor, vidrieras con cientos de muñecas de piso a
techo, de todo tipo, tamaño, estado y forma. Nuevas, usadas, barbies, peluches,
ositos, algunos con cartitas de agradecimientos. Placas de bronce grabadas por familias
que agradecían. Un mural de fotos de una nena que se había recuperado de una
grave enfermedad.
Era
conmovedor ver esa cantidad de gente llegando y agradeciendo. Una mamá con una
capa celeste de raso que le llegaba al piso y decía “Gracias Pilarcita”, abrazaba
a su bebé. Tres señoras que le habían confeccionado sus propias muñequitas de
trapo y hacían cola para dejarlas. Una señora se paró enfrente y se puso a
rezar un rosario entero, emocionada. Dos señoras con una muñeca gigante lloraban
desconsoladamente frente al altarcito. Muchos hombres. Se sacaban el sombrero,
apoyaban la mano en el vidrio que guardaba la estatua de La Pilarcita y
cerraban los ojos. Después le dejaban una muñequita que se hacía más chiquita
en sus manos y se persignaban. Me sorprendió la cantidad de hombres que se
emocionaban y agradecían. Niñas que dejaban sus muñecas usadas y dibujadas. La
gente hacía cola para prenderle una vela en el piso, tocarla y dejarle la
muñeca.
Hubo una
misa donde bautizaron a varios chicos. Tengo la imagen de una chica joven con
plataformas que no paraba de menear al bebe mientras el padre ni se inmutaba.
Los labios rojos contrarrestaban con la seriedad y el cansancio de su cara. Solo
escuché algo del cura que me pareció interesante. Dijo que dar debería ser en
la medida de las necesidades del que necesita, no de la medida del que da.
Vendían
estampitas a voluntad.
Terminó
la misa y la gente comenzó a ocupar las mesas y bancos. Muchos traían sus
silletas y mesas. Todos tenían vaso, plato y cubiertos, y esperaban bajo el
techo de bolsas de arpilleras que estuviera lista la comida.
Conseguimos
lugar sin empujar, la madre e hijas que caminaron en la ruta nos dejaron al
lado de ellas. Nosotras no habíamos traído platos y tampoco los vendían.
Entonces nos dieron uno de los suyos y ellas compartieron. El señor de sombrero
del colectivo que llegó mas tarde porque hizo dedo nos dio sus cubiertos para
que tuviésemos uno cada una. Yo no quería aceptarlos, pero él me aseguró que
tenía otro. Después vimos que comía con el facón y sonreía.
Parece
algo simple esto, pero es difícil imaginar algo gratis para tanta gente sin
pelea por los lugares o por ser primeros. Esa ansiedad a la que estamos tan
acostumbrados, empezó a sobrarnos allá. Y era como patinar sobre hielo.
Después
de un aplauso para los asadores y mozos voluntarios, llegó la comida. Primero
la polenta con lomo y queso, espectacular. Después el asado, delicioso y
abundante, y por último arrancó la orquesta en el escenario.
La gente
bailaba apasionadamente, seriamente. Concentrados en el baile, cerraban los
ojos para hacer un zapucay. Cuando el cantante del grupo decía “zapateadores, zapateadores”,
los hombres hacían sonar sus espuelas. Respetuosos y alegres.
Hubo
parejas que bailaron ininterrumpidamente durante las seis horas que duró el
baile. La señora maquillada del colectivo fue una de ellas, tenía la ropa
transpirada pero no la vimos parar ni para tomar agua. Daba gusto verlos
entregarse a ese baile como si estuvieran transportados a otro mundo.
Peche y
yo bailamos con unos señores amables que nos sacaron y nos perdonaron los pisotones
que les dimos. Peche bailó con un chico que había sobrevivido a una enfermedad
y venía todos los años a agradecer, la madre les sacaba fotos emocionada.
En la
otra punta hacían tortas fritas, pastelitos con queso y membrillo y churros.
Daban agua caliente para el mate. Y la gente seguía dejando ininterrumpidamente
muñequitas y velas. Invitaron a los chicos a comer torta y partieron en pedazos
tres hermosas tortas que decían “Gracias Pilarcita”. Una seguramente hecha por
Munda, a quien entre tanta gente no logramos ver.
Las
velas seguían ardiendo, las muñequitas seguían llegando. Muchas madres con
hijos en brazos. Hombres grandes con una bolsita que escondía una muñeca. Y más
baile.
Un señor
que tenía un puesto que vendía muñecas nos cuidó los bolsos para que bailáramos
tranquilas.
Me
hubiera quedado ahí toda la vida. Observando a la gente que bailaba y agradecía.
Bailaban con seriedad, agradecían con respeto. Qué lindo es creer en algo.
Intenté
comprar una vela pero nadie vendía. Un señor se me acercó y me señaló una
montañita de velas que estaban ahí, para todos.
Le
escribí “gracias” en el pecho a la muñequita que había llevado desde acá,
encendí la vela color rosa y me arrodillé. Me costaba adentrarme de tanta gente
y cosas que había. Se me iba el cuerpo a las canciones, los ojos a las
historias que la gente traía. No tenía ningún apuro, me quedé ahí hasta que la
gratitud y el pedido llegaron. Lloré. Dejé a la muñequita al lado de esas tres muñequitas
de trapo de las señoras. Y me levanté.
En el medio
del baile hicieron pausa solo dos veces, pidieron un minuto de silencio para un
músico que había fallecido, y después hicieron el sorteo. Como premios: quinientos
pesos, mil pesos, una oveja y una vaca. En ese orden. Después siguió el baile.
Le
pedimos a la familia de la chata si podíamos volver con ellos. Nos dijeron que
sí. Se había largado a llover. Volvimos tapadas con las capuchas de la campera.
Las señoras charlando. Trabajaban en casas de familia. Subió un señor borracho
comiendo una torta frita, se les tiró encima pero lo llevaron igual. Lo
acomodaron a un costado como quien esquiva un problema y siguieron charlando.
El señor terminó de comer la torta frita y sacó unos dientes postizos del
bolsillo de la campera, como si nadie lo viera, se los puso de nuevo.
Cuando
llegamos intentamos pagarles por el aventón pero no aceptaron.
Cuánto
se te puede agrandar el alma y el cuerpo, cuántas imágenes nuevas y
conmovedoras y cuántos mundos pueden entrar aún en nosotros.
Era de
noche. Caminamos las dos calles de tierra hasta lo de Reina. Compramos dulces
de mamón y dulce de leche casero para traer al elenco de la obra y la familia. Hicimos
las valijas, nos acostamos.
Cuánta
belleza había en ese lugar. Cuánta gente junta pidiendo, agradeciendo,
celebrando. Qué austeridad enriquecedora en ese paisaje, en esa fe.
Qué
lindo saber que todo eso existe. Que está ahí y que es también nuestro. Mío, de
todos. Y gratis. Los 12 de octubre, en el Km 22 de la ruta a Concepción, hay
una fiesta. Una fiesta para agradecer y pedir, simplemente para eso, que no se
televisa ni se promociona, con música folclórica y baile nuestro. Una fiesta para
detener el tiempo.
Cuantas
fiestas habrá que una se pierde por estar persiguiendo quien sabe qué cosas.
Con cuantas cosas tapamos el tiempo, los días, las calles. Cuantas cosas estarán
tan llenas de adornos que no las dejamos respirar. Como un piano tapado de
objetos.
Después
de haber visto tanta hermosura, abro los ojos y me sobra todo.
Llegué a
Buenos Aires hace varios días y casi no tuve tiempo de sentarme a escribir.
El
tiempo volvió a durar lo que estaba acostumbrada. En una semana solo hice cosas
que tenía pendiente. Pero acaso me pasó a mí también lo que nos contó Munda, no
puedo dejar de pensar en ese lugar. Voy a volver. Con más muñequitas.