Leonor Calvera: geógrafa del devenir de las mujeres

Por Moira Soto
Hetaira y convidados, terracota de Myrina, siglo25 AC
Antes y durante la Dictadura, Leonor Calvera –conspicua feminista histórica- trabajó intensamente en la escritura de un libro localmente pionero: El género mujer (Editorial de Belgrano, 1982), donde, como ella dice, “fue cobrando forma la idea de que el sexo biológico y los roles a cumplir en la sociedad no debieran considerarse un destino inamovible, sino que tenían que analizarse por separado (…). Vale decir que en todos los casos era necesario separar el determinismo biológico de aquello que pertenecía a las funciones”. Así, tempranamente, Calvera anotaba en ese valioso ensayo -injustamente olvidado en recientes décadas, pero que puede conseguirse en Mercado Libre a precios accesibles- : “Lo primero que el infante recibe con el lenguaje es la noción de género. No solo el género gramatical de aplicación arbitraria, sino un ‘masculino’ y un ‘femenino’ con significación y contenidos tendenciosos… El género mujer, a diferencia de las clases marxistas, se caracteriza por un acentuado estatismo que lo hace aparecer geográficamente similar e históricamente estable”.

Aparte de otros libros dedicados específicamente a la causa de las mujeres, bien diferentes entre sí (Mujeres y feminismo, 1990; Historia de la Gran Serpiente, 2000; Diosas, brujas y damas de la noche, 2005; Mujeres de dos mundos en la conquista española, 2012), Leonor Calvera se abrió a otras temáticas que la apasionan y en las que profundizó con mirada personal y una erudición que no excluye la amenidad de un lenguaje fluido, con acertadas notas de color que acercan a sus lectores/as a Poetas del misticismo español, 1982; Las fuentes del budismo, 1985; Camila O’Gorman o el amor y el poder, 1986; Comentarios del Tao Te Ching, 1989). En 1993, Calvera dio a conocer Poemas y canciones a la madre, elaboración de un duelo abrumador que, en su forma literaria, “fue desbordando los márgenes personales hasta adquirir una magnitud arquetípica: mi madre se fue convirtiendo en todas las madres, y todas las madres se fueron resumiendo en la Gran Madre”. Varios años después, Leonor publicaría un abarcador estudio del recorrido de los mitos funerarios, desde tiempos inmemoriales hasta nuestros días, El paso de la muerte (2009). Más recientemente, vale citar títulos de esta prolífica intelectual y activista, que ya ha figurado en las páginas de Damiselas y  a quien nada de lo humano deja de concernirle: Pensamientos en red (2014), Los fuegos de la risa (2015), Memorias y olvidos (2017).

En cada una de sus obras, en mayor o menor grado, se transparenta la visión feminista de esta autora que no cesa de escribir, de reflexionar, de encontrar nuevas posibilidades de investigación, de revisión, de relectura histórica. Así es que de nuevo embarcada en asuntos relativos a la construcción cultural de género y a las diversas forma de sujeción que han coaccionado a la mujer a través de siglos y milenios, Leonor Calvera publica ahora Geografías de la mujer (Grupo Editor Latinoamerica, colección Nuevo Hacer, 2018). Geografías que ella explora desde ángulos muy disímiles que parten de pinceladas del siglo 19 en la Argentina, recuperando  a damas que coprotagonizaron la historia en los salones o yendo directamente a la batalla, resaltando a heroínas como Manuela Pedraza, Martina Céspedes. De allí a las inmigrantes que empezaron a llegar al país, a las trabajadoras fuera del ámbito doméstico, a las anarquistas de fin de siglo, a las primerísimas universitarias, culminando con la extraordinaria historia de Julieta Lanteri, la aguerrida mujer recibida de médica en 1906, que fue a votar en 1911 por su cuenta y riesgo, luego de hacer una presentación judicial, aunque luego fue desautorizada, y que en 1919 se convierte en secretaria del comité ejecutivo del Partido Feminista.

En la segunda parte de Geografías de la mujer, aparte de posar su mirada crítica y siempre reveladora sobre los ritos de pasaje aplicados a las mujeres; los cuentos de hadas de la tradición oral destinados a aleccionarlas desde el interés masculino; el surgimiento de la misoginia tan ligado al patriarcado; las formas de sometimiento y expropiación del cuerpo femenino en diferentes épocas y latitudes, incluyendo una breve historia de un tema en permanente debate, la prostitución, que se transcribe más abajo.

Cortesana música, copa ática, Eufronios, 490 AC
Otras cuestiones que Calvera presenta y analiza: la dependencia impuesta a la autoridad paterna, al marido; la fuerte tradición binaria de la cultura patriarcal; la violación como ejercicio del poder del varón y de su mayor fuerza muscular. Sobre los tramos finales, hay interesantísimos capítulos enfocados al culto de la belleza y los cosméticos desde la Antigüedad (culto también referido a los hombres) hasta la intensificación de especialidades, consejos dirigidos a las mujeres, gimnasia, dietas y, en la segunda mitad del siglo 20, el comienzo del auge de las cirugías y rellenos de todo tipo. La evolución de los oficios asumidos por las mujeres,  sus relaciones con el dinero; el aporte cultural desde las poetas y músicas adelantadas, como Hildegarde von Bingen (1098-1179). El libro culmina con el capítulo El peso de lo intangible, donde figura este párrafo que condensa en cierta forma el pensamiento que Leonor Calvera ha desarrollado con gran coherencia a lo largo de su vida y su obra: “Dentro del corazón de la cultura, en el primer peldaño de toda comparación, se encuentra la mujer que, de hecho y por derecho, hereda la tradición forjada por el varón. Desde la máscara especular negativa que fuera su identidad histórica se alza buscando igualar su talla a la figura dominante que no viera en ella sino un símbolo de la naturaleza que atemoriza con su devenir incesante de muertes y nacimientos. Su ser otra la coloca en condiciones inmejorables para forjar una cosmovisión que pretenda modificar la cultura donde está inserta”.

Fragmentos del capítulo IV, Temer, transigir, comerciar, del libro Geografías de la mujer


IV.2. Prostitución

Incapaz de resolver sus propias angustias ante el cuerpo femenino, el varón optó por expropiar ese territorio inquietante. Y, de inmediato, le puso precio. Un precio que, inicialmente, quedaba en el ámbito del culto.
Próximos todavía los ritos agrarios, en la antigua Mesopotamia se practicaba en los templos una suerte de hierogamia que pretendía ser un reflejo de la unión de todas las formas creadas. Glifos y relieves del período dinástico atestiguan la realización de actos eminentemente sexuales. El Código de Hammurabi, del siglo XVIII a.C., le dedicó algunos apartados a los derechos de esas mujeres del templo destinadas a ofrecer su cuerpo a los varones autorizados.
En el siglo V a.C., Herodoto dejó constancia de la existencia en Babilonia de la obligación que tenían todas las mujeres de mantener relaciones sexuales con un desconocido, al menos una vez en su vida. Para ello debía ser elegida por un extranjero y llevada al santuario de Militta, donde practicaba sexo como muestra de hospitalidad, a cambio de un pago simbólico. El mismo Herodoto, Tucídides, Luciano, Estrabón y otros historiadores dan cuenta de costumbres similares en templos no sólo de la Mesopotamia sino de toda Europa.

IV.2.1 Grecia

El comercio sexual hubo de traspasar con cierta premura el umbral de los templos. Las esclavas sagradas o hieródulas fueron perdiendo relevancia frente al avance de las mujeres y varones dedicados al intercambio sexual. De más en más, el cuerpo se iba convirtiendo en objeto de intercambio. De este modo se regulaba la exuberancia erótica femenina con su traducción a mercancía. El precio aseguraba al varón que no habría sorpresas respecto a las formas y el alcance del intercambio coital.
Corinto, Alejandría, Esparta: las antiguas ciudades griegas se colmaron de jóvenes volcados a un negocio que se iba haciendo progresivamente más lucrativo. Ejercido por varones púberes y mujeres de todas las edades, la clientela era mayoritariamente masculina. En paralelo, en tanto se respetaban los requerimientos del cuerpo masculino, se requería que el femenino dejara de lado sus especificidades para plegarse a las exigencias de aquel que pagara lo pactado.
Atenas no era una excepción: el comercio sexual se había convertido allí en “una profesión de gran éxito, con diversas categorías o especialidades”, todas ellas sujetas, además, a pagar impuesto por su oficio, “La categoría inferior estaba formada por las pornai que vivían, principalmente en el Pireo, en vulgares burdeles que ostentaban en su exterior, para distinguirse, el símbolo fálico de Príapo. La admisión a estos lugares costaba un óbolo y en ellos las muchachas se exhibían tan ligeras de ropa que se las llamaba gymnai, ‘las desnudas’, permitiéndose a los clientes examinarlas a su gusto, como canes en la perrera”. Aunque algunas vagaban libremente por las calles de la ciudad, la mayoría de las pornai eran propiedad de un pornoboskós o proxeneta, el «pastor».
El rango inmediatamente superior lo ocupaban las auletridas o tañedoras de flauta. A estas cortesanas, que sabían música y bailes y tenían conocimientos como para mantener diálogos interesantes con sus clientes, se las veía en fiestas de varones solos y otros lugares públicos. Entrenadas por viejas cortesanas, se pasaban de generación en generación los secretos del vestido, el maquillaje y el arte amatorio.
La clase superior la constituían las heteras o hetairas, las “compañeras”. “A diferencia de las pornai, en su mayoría orientales, las heteras eran, de ordinario, mujeres de la clase de los ciudadanos que habían decaído en su respetabilidad o que se negaban a aceptar la obligada reclusión de las jóvenes matronas. Vivían con independencia y entretenían en su propia morada a los amantes que lograban atraer”. Asimismo, cultivaban diversas artes y tenían un buen nivel de instrucción, lo cual contribuyó a que muchas de ellas adquirieran cierto renombre, incluso en literatura, ya que perdura una colección de epigramas compuestos por heteras. Si bien no tenían derechos civiles y no podían concurrir a los templos, excepto a los de su propia diosa, Afrodita Pandemos, gozaban en general de gran prestigio en la sociedad masculina y su opinión era escuchada con respeto, Tampoco faltaron casos como el de Clepsidra, que regulaba con un reloj las entrevistas con sus amantes. O el de Targelia, que oficiaba de espía de los persas, por lo cual buscaba relacionarse con los varones públicos. O el de Apasia de Mileto, la amante de Pericles, que deslumbró por su ingenio al mismo Sócrates. Lo cierto es que nombres como Friné, Lais o Danae han pasado a la historia más que por sus artes amatorias por su brillantez intelectual.

IV.2.2 Roma
Tenemos a las cortesanas para el placer,
a las concubinas para proporcionarnos cuidados diarios
y a las esposas para que nos den hijos legítimos
y sean las guardianas fieles de nuestra casa...
Pseudo Demóstenes (Siglo IV a-C).

Prostitución, el vocablo que identifica toda clase de comercio sexual, viene del latín prosto, sobresalir, estar sobresaliente y, sin duda, describe con bastante exactitud la actitud de la mujer que ofrece sus servicios sexuales a cambio de un pago.
“En la Roma primitiva no eran numerosas las prostitutas. Se les prohibía llevar el vestido de las matronas, signo de la mujer decente, y estaban confinadas en los rincones más oscuros de Roma y de la sociedad romana. No había aún cortesanas cultivadas, como las heteras de Atenas, ni mundanas exquisitas como las que posaron para los versos de Ovidio”. Al igual que las griegas, las prostitutas romanas estaban autorizadas a resaltar su belleza con toda clase de afeites y a lucir joyas de oro, lo cual estaba prohibido a las casadas por considerarse un signo de impudor y lascivia. A lo largo de los tiempos, la historia de los afeites irá estrechamente unida a la idea de prostitución.
Luego de las Guerras Púnicas, la sociedad romana atravesó una profunda transformación. Había más riquezas, menos rigidez moral, más apertura hacia otras culturas. En este contexto, abundó la importación de prostitutas de Grecia y Siria.
Las leyes no castigaban a las “personas que abiertamente obtienen dinero con su cuerpo”, según la definición del Derecho Romano. Sin embargo, no podían recibir herencias ni testar ni casarse con ciudadanos libres. Además, sobre ellas pesaba el edicto pretorio referido a la infamia, esto es, la degradación que consiste en la pérdida de reputación o descrédito.
En épocas del Imperio, los ediles debían llevar un registro de prostitutas, lo cual abría la posibilidad de un castigo para aquellas que no estuvieran anotadas. Más adelante, Calígula instituyó un impuesto al comercio sexual, equivalente al precio de una relación –no se aclara si se debía pagar por día, mes o año–: lo que sí queda claro es que ese impuesto lo recaudaban los soldados. El sistema acabó por generar violencia contra las meretrices y una corrupción generalizada.
En su diatriba a favor de la virtud y contra el placer físico, Séneca enumera algunos de los sitios donde puede hallarse: “El placer (está) casi siempre escondiéndose y buscando la oscuridad alrededor de los baños, las salas de vapor y los lugares que temen al edil”. La enumeración de lugares de Séneca es más que insuficiente. La periferia de las ciudades estaba repleta de lugares donde se ejercía la prostitución, desde las viviendas privadas hasta los lupanares.
El lupanar, suma del negocio profesional, debe su origen a las Lupercales, fiestas en honor del dios Lupercio durante las cuales las mujeres –las lupae, las lobas– se entregaban al comercio sexual. En la urbs, como en otras partes, “las autoridades romanas, velando por la juventud deportista, habían establecido que los prostíbulos debían permanecer cerrados hasta la hora novena, en tanto las tabernas ofrecían sus lascivas atracciones a cualquier parroquiano, desde la mañana hasta la noche”.
Baños públicos –como los de Pompeya–, casas de citas especiales, pequeños departamentos de un ambiente llamados cellae, cuartos en viviendas particulares: sólo la imaginación era el límite para elegir un lugar donde ejercer la prostitución. “Los burdeles, y las tabernas que a menudo los albergaban, gozaban de tanto favor que algunos políticos organizaban su campaña electoral por medio del collegium lupanariorum, o gremio de propietarios de lupanares”.
Vestidas con una banda pectoral –strophon– de color rojo o verde, luciendo grandes pelucas o con el cabello teñido de rubio, mostrando un abundante maquillaje en su rostro donde se destacaban los ojos agrandados con carboncillo, recubiertos los pezones con purpurina dorada, masticando pastillas de mirto o lentico contra el mal aliento, las prostitutas se lanzaban a practicar su oficio.
Un oficio tan ampliamente ejercido por todo el espectro social que mereció un vocabulario no menos extenso; términos que echan luz sobre usos, detalles y especialidades de la vida prostibularia. Así, las meretrices –“las que merecen el dinero”–, dueñas de habilidades artísticas, recibían el nombre de cymbalistrae, ambubiae o citharistriae, de acuerdo a su especialidad. Las provenientes de buena familia o de gran belleza eran las famosae, entre otros calificativos.
Las que no pertenecían ni a uno ni otro de estos grupos eran las baratas, llamadas quadrantariae –que cobraban un quadrans–, y diobolares –cuya tarifa era de dos óbolos–, y blitidae –por el nombre de una de las bebidas más baratas que se servían en las tabernas. Conforme a su radio de acción se las clasificaba como prosedae, que esperaban clientes sentadas en una silla, o la que los buscaba merodeando por las calles, la circulatrix. Asimismo, estaban las putae, que trabajaban junto a cuarteles, escuelas de gladiadores o arsenales; las lupae, las lobas que se situaban de noche en plazas y jardines, las que aguardaban en la puerta de los cementerios o junto a los monumentos y algunas otras que pertenecían a los escalones más bajos de la pirámide. Por lo general eran esclavas o libertas, incluso muchas de ellas habían sido abandonadas de niñas y recogidas por alguien con vistas a su futuro empleo prostibulario.
En el polo contrario estaban las delicatae, damas refinadas y elegantes que se ocultaban tras nombres exóticos y que desplegaban una amplia gama de conocimientos y habilidades artísticas. Estaban disponibles por noche, día o temporada y, en la mayoría de los casos, trabajaban por su cuenta. Esto las diferenciaba de las demás, que eran malamente explotadas por los proxenetas o lenos, a quienes Plauto describe así: “La casta de los lenos no vale más que las moscas, mosquitos, piojos y pulgas, son odiosos malhechores, dañinos e inútiles”.

IV. 3 Y después…

El modelo romano persistió a lo largo del tiempo. Perseguida pero tolerada, la prostitución sobrevivió junto con las contradicciones morales concomitantes, que consideraban a la mujer culpable del pecado original y un “mal necesario” en palabras de Crisóstomo. “Las teorías de los eclesiásticos eran generalmente hostiles a la mujer; algunas leyes de la iglesia realzaron su sometimiento: muchos principios y prácticas del cristianismo, por el contrario, mejoraron su condición”.
En cuanto a quienes ejercían el duro oficio de la prostitución, la opinión era igualmente oscilante. En el siglo IV, San Agustín proclamaba que “si suprimís a la rameras, el mundo sufrirá convulsiones de lujuria”. Diez siglos después, el Gran Consejo de Venecia declarará que la prostitución es “absolutamente indispensable para el mundo”. En sentido contrario, la Iglesia habrá de condenarla como una práctica moralmente repudiable. No obstante, es “el derecho eclesiástico el que impone a las prostitutas la obligación de llevar trajes especiales, por los cuales se las pueda distinguir en público. Asimismo, se las separa en todo sentido de las mujeres de buen vivir y esto sucede hasta en la iglesia misma, donde deben ocupar un lugar predeterminado”.
Paradójicamente, serán las fiestas religiosas el momento de mayor auge del comercio sexual. En tanto los canonistas instaban a las prostitutas a que se reformaran, convirtiéndose en monjas o siguiendo el aceptado camino del matrimonio, en las grandes ciudades como Venecia, Nápoles o Florencia existían –como en la gran capital de la prostitución, Constantinopla– “calles de mujeres”, donde convivían quienes vendían sus favores por unas monedas, esto es, las criadas pobres, las que alternaban la prostitución con algún otro comercio, las que tenían dotes artísticas, las viejas de aspecto tenebroso y las cortesanas que dispensaban sus favores a jóvenes ricos. Casi ninguna de ellas gozaba de larga vida y, en líneas generales, estaban sometidas a las órdenes de un explotador más o menos inescrupuloso.
Las Cruzadas marcaron un hito importante en la situación de la mujer en general y de las prostitutas en particular. Por una parte, se incrementaron los puertos de mar y, con ellos, las poblaciones y su cohorte de personas dispuestas a ofrecer toda clase de servicios. Por otra parte, “según el obispo Bonifacio, algunas peregrinas pagaban el viaje vendiéndose en las ciudades de su ruta”. Asimismo, “los cruzados –informa Alberto de Aix– llevaban en sus filas una muchedumbre de mujeres vestidas de hombre; viajaban juntos sin distinción de sexo, fiados al azar de una horrible promiscuidad”.
Las rameras, que colgaban un ramo de flores en la entrada de su vivienda para dar a conocer el oficio que ejercían, las busconas, las soldaderas, miles y miles de prostitutas que ejercían su oficio sin intermediarios o las que se sometían a los explotadores en tabernas, baños públicos, burdeles, todas ellas incrementaron su número exponencialmente. Ciudades como Aviñón, Montpellier o Tolosa, ante tal aumento sin paralelo, decidieron rápidamente legalizar la prostitución.

IV. 4 Gremio propio y ofertas varias

Trovadores, discípulos en busca de maestros para tratar temas como la transubstanciación, soldados, mercaderes, cruzados atravesando extensos territorios: grandes movimientos de gentes trasladándose de un punto a otro y generando nuevas necesidades, flamantes inquietudes, formas de unirse diferentes. Una gama de esas asociaciones la constituyeron los gremios.
En principio, al amparo de las catedrales, comenzaron a surgir las primeras agrupaciones como cofradías religiosas y funerarias. A poco andar, albañiles, panaderos y curtidores trataron de independizarse de sus señores que les fijaban el modo y el precio de su trabajo. Uno tras otro, fueron naciendo los diferentes gremios con el propósito de lograr un equilibrio entre la demanda y el precio, garantizar el trabajo a sus asociados y mejorar sus condiciones laborales.
Las mujeres, aunque participaban en los gremios masculinos, nunca alcanzaban cargos altos como el de maestro. Por esa y otras razones se organizaron por separado, siendo el de las sederas el primer gremio independiente. A la vista de estos desarrollos, las prostitutas crean su propio gremio, cuyo objetivo era defender sus intereses profesionales. A pesar de sus muchos esfuerzos, la explotación siguió sin contenciones válidas, la pobreza flotaba sobre ellas como una nube tóxica y las enfermedades –sobre todo la de nuevo cuño, la sífilis– hacían estragos sin cuento. El gremio se fue diluyendo hasta desaparecer a comienzos de la Edad Moderna.
El esquema de las heteras griegas se repitió en diversos contextos. Un impresor, por ejemplo, publicó un “Catálogo de todas las principales y más honradas heteras de Venecia, con sus nombres, direcciones y tarifas”. Además de este precursor publicitario, en el Renacimiento, al crecer la riqueza, se fue elevando el nivel de exigencia de mujeres con encanto y finura: las cortigiane oneste. “Mientras las prostitutas más sencillas (cortigiane di candela) practicaban en mancebías, esas heteras vivían en su propia casa, daban generosos festines, leían y escribían poesías, cantaban y tañían y tomaban parte en doctas conversaciones”. Muchas de ellas eran las invitadas favoritas de los jóvenes nobles y de los artistas: Cellini, por ejemplo, relata haber pasado una noche muy agradable en casa de una ramera.
En el trono de Francia, Catalina de Medici se rodeó de una verdadera legión de damas de honor cuyo número hizo ascender a más de doscientas. Bonitas, desvergonzadas, dispuestas a todo, estas damas sirvieron a los fines políticos de Catalina. Se las llamó “El Escuadrón Volante de la Reina” y su misión era seducir con su gracia a los adversarios de Catalina para obtener cuanto pudiera utilizar la reina en contra de sus potenciales enemigos.
Las cortes galantes, con su derroche de frivolidad y lujos, con sus intrigas y degradación, con el despliegue fastuoso de las mujeres y la incapacidad de los hombres para administrar los negocios, entregados a la superficialidad y el goce del momento, contribuyeron a precipitar la llegada de la revolución.
Mientras tanto, las prostitutas “medias” estaban sometidas a un régimen casi de esclavitud, bajo el doble control de sus amas y de la policía. Precisamente fueron ellas las que, producido el estallido de la Revolución Francesa, se encontraron entre las primeras en ganar la calle. “Anatole France lo describe en algunas escenas de su magnífica obra Los dioses tienen sed. Se ven mujeres de larga historia, muchas de ellas envejecidas en el ejercicio del innoble comercio, levantar banderas en nombre de las ideas nuevas y los nuevos principios”. Tanto entusiasmo pronto quedó desvanecido: la explotación de mujeres por los nobles fue sustituida por los hombres de negocios y los potentados.