5. Serpiente
Erté |
Llovía en el paraíso y Eva se guareció en la
entrada de una cueva, sobre una pequeña loma. Quería aislarse y pensar en
silencio. Una caverna propia, el sueño de toda loba introspectiva. El olor de
la lluvia era cautivador, casi tanto como la proximidad del deseo. La
cueva tenía una vista que invitaba a quedarse ahí, fuera de escena,
abstraída del mandato de Dios.
Contemplando, llegó a una sencilla conclusión: el
Edén era una belleza. Puro color salvaje, cosquilleo, perfume embriagador.
Cerró los ojos, abrazó sus piernas y apoyó la cabeza sobre las rodillas,
disfrutando el sonido del agua precipitada de cielo a tierra. Cuando volvió a
abrirlos descubrió algo que no había notado antes: el centro del mismísimo
paisaje estaba marcado por un hermoso árbol de ramas espiraladas y fuertes.
Tenía unas hojas enormes de un verde brillante y unos frutos… ay ay ay, unos
frutos de un rojo absolutamente tentador.
Eva se preguntaba cómo le había pasado inadvertido
cuando de pronto un ruido casi imperceptible ganó su atención. Al girar la
cabeza vio, a su lado, una criatura extrañísima, finita, larga, que se
deslizaba sobre el suelo como si no tocara la superficie. La criatura elevó
parte de su cuerpo con elegancia. Eva quedó prendada de ella durante un largo
rato, mientras la majestuosa escamada, en su salsa, se dejó admirar.
-“El Edén es una belleza, pero ese árbol es
sublime”- dijo la Serpiente. Eva estaba realmente cautivada ante la única
bicharraca parlante del Paraíso. “Sublime. ¡Qué bonito habla!”, pensó, mientras quedaron allí, en pausa, con
esa empatía natural que da una extraña con quien compartimos la necesidad de
refugio.
Cuando la lluvia cesó, la Serpiente asomó su
pequeña cabecita, y luego de decidir quién sabe qué cosas, se deslizó loma
abajo, en filoso zig zag. Parecía
arreglárselas sola, sin relacionarse demasiado con nadie. Reptó hasta
zambullirse en la aguas, enrollando y desenrollando su danza silenciosa. Eva la
seguía, intentando imitarla. Cuando salió a la superficie, tomaron un poco de
sol. Estar junto a ella le hacía olvidar ser observada. La Serpiente se trepó
rápidamente a unas ramas, espiralada y mimética. Se deslizaron juntas en un
sinfín casi perfecto (casi para Eva, perfecto
para Serpiente). Tiempo y cabeza en suspenso. Abrir y cerrar los ojos, mecerse
y exhalar. Las hojas las acariciaban, las ramas las abrazaban, el viento en
remolinos.
La primera para siempre se deslizó hasta las
raíces, sonriente y agotada. La brisa tibia la acarició mientras se entregaba a
un dormir bíblico, que ya sabemos, trae unos sueños intensos, amenazantes,
proféticos. Pero como de los sueños de Eva nada figura en las escrituras, solo
diremos que su piel se puso muy fría y húmeda, como si su cuerpo estuviera
transitando otro plano. No hablaremos de Lilith. Borraremos todo lo que
haya pasado en la otra margen del río.
Al despertar, Eva tuvo una revelación: sin notarlo,
había dormido bajo la sombra del árbol sublime. Quiso compartir su
alegría con la Serpiente, pero ya no estaba a su lado. Buscó con la mirada… le
pareció verla entre unas rocas meditando quién sabe qué cosas, pero luego no
estuvo segura si era ella. Se desperezó y mientras pensaba ¿dónde estará
Adán? sintió un poquito de hambre. La luna emergía radiante cuando un golpe
seco sobre su cabeza terminó de despertarla.
Un fruto rojo rojo rojísimo se había desprendido
del árbol.
Continuará…