Foto muy ampliada de lágrima de alegría, de la estadounidense Lyyn Fisher |
Un
estruendo sacude los albores de una noche prolongada. Son las 9:51 de la mañana
y desde la resistente vigilia de mujeres reunida alrededor del Palacio del
Congreso, emana un aullido, un grito eufórico, un rugido al unísono que libera
una emoción contenida y amasada en la áspera madrugada del 14 de junio.
Desbordante como un manantial, los llantos de miles de mujeres argentinas
ensordecieron los ecos de las calles porteñas apenas habitadas, y coronaron los
cánticos de una victoria no anunciada: por primera vez, después de varias
décadas de lucha, el Estado Argentino oyó la polifonía de voces que bramaban
por el derecho a decidir.
Tomadas
de la mano a la intemperie, abrazadas y muy arropadas para protegernos del
frío, las mujeres tomamos las calles de nuestra ciudad como otras veces en
otros momentos, pero con una diferencia esta vez. Armadas de coraje, júbilo y
determinación, asistimos a la plaza sabiendo que hasta no recuperar la
soberanía sobre nuestros cuerpos no nos iríamos de allí. Una convicción que se sostuvo en el
estoicismo de quienes expusieron sus cuerpos a la noche helada, en la
solidaridad de las que permanecieron inmóviles durante el día, en el deseo de
las que siguieron denodadamente las discusiones por la televisión y en la
pasión de las que bregaron por este derecho en la esfera pública, jugándose el
pellejo en cada declaración. Todas y cada una de nosotras en sintonía y
simultaneidad, hicimos lo que la cultura dice que nos corresponde: llorar.
Llorar
de alivio.
Llorar
a borbotones.
Llorar
de impotencia.
Llorar
de alegría.
Llorar
de pena.
Llorar
de emoción.
Llorar.
Una
fuerza ancestral nos empuja y cedemos ante su manifestación. Un ritual conocido,
espontáneo e incontrolable. Atávico, visceral. Una forma de catarsis. Eso es
llorar. Como una Magdalena bañando con sus lágrimas un sepulcro vacío. Como la
dama de blanco en la esquina de la Biela seduciendo transeúntes para llevarlos
hasta su tumba. Como La Llorona buscando a los hijos, con sus largos y finos
dedos peinando los caudales del río. Como Hécuba, erguida cual estatua de sal
en las ruinas de Troya, llorando el trágico destino de una ciudad devastada por
la Guerra.
El
llanto puede ser rebeldía, testimonio del episodio más atroz o evidencia de la
infinita crueldad humana. Puede ser expresión de angustia, de felicidad y, por qué
no, experiencia mística, una revelación.
En
esa extensa jornada de miércoles, hubo muchas otras clases de llantos en el
recinto de diputados: llantos contagiados por la emoción de saber que se
protagonizaba un acontecimiento histórico; llantos íntimos, provocados por
fantasmas que acechaban los recuerdos tristes de experiencias personales,
cercanas; llantos de crisis, resultado de dilemas morales, éticos y personales que
muchas legisladoras debieron enfrentar y, finalmente, el llanto inolvidable de
reconocer en los adversarios de la política, posibles aliados.
Llantos
también brotaron durante los días previos. Aquellos que surgieron de las
historias que oímos y nos conmovieron. Los de esas tragedias silenciosas,
singulares y enormes, de mujeres y familias que suceden cotidianamente en
nuestro país, horadadas por el rumor de la bulliciosa agenda mediática. Entre ellas, la de Ana María Acevedo, víctima
del abandono médico y estatal, quien murió de cáncer al no recibir el
tratamiento correspondiente. El sistema de salud de su provincia se negó a practicarle
el aborto que precisaba para poder sanar y tanto ella como el feto que los
médicos priorizaron, murieron en consecuencia. Lágrimas de sangre.
Así
llegamos al 13 de junio, con mirada solidaria, encarnando las tragedias ajenas,
batallando los desafíos actuales y avizorando los destellos de un futuro que
asoma. Así llegamos: atravesadas por la política y la tragedia, atravesadas por
la espiritualidad y la empatía, atravesadas por las desgracias propias y
ajenas, por las catástrofes de nuestros cuerpos y por el goce de poder
disfrutarlos.
Porque
hoy, más que en ningún otro momento, puede comprenderse en carne y hueso qué
quiere decir eso de que lo personal es político. Ya que en nuestros cuerpos
confluyen todo el peso del devenir histórico y del acontecer político. En ellos
vibran recuerdos de cuentos e historias secretas, murmuradas por lo bajo y con
vergüenza, de nuestras abuelas, tías, madres y amigas: relatos de embarazos no
queridos, de abortos practicados en la más humillante de las soledades y de
sexualidades experimentadas por fuera de los ambiguos límites del qué dirán.
Nuestros
cuerpos lloran un mar de lágrimas y forman un río caudaloso, de bravos bríos
que traen consigo nuevas corrientes. Desatan una marea peligrosa, irrefrenable
que inunda las calles ahora nuestras de canciones, percusiones, danzas,
rituales y otras formas de ser y estar en este mundo. Esperamos esperanzadas
que los representantes del pueblo nos devuelvan sin demora aquello que nos fue
arrebatado hace muchísimo tiempo y que nos pertenece por derecho natural: la
soberanía sobre nuestros cuerpos y la libertad de decidir. Senadores, les
pedimos escuchen de una vez por todas el clamor de nuestro mítico llanto.