Un llanto como un río

Por María Emilia Franchignoni

Foto muy ampliada de lágrima de alegría,
de la estadounidense Lyyn Fisher
Un estruendo sacude los albores de una noche prolongada. Son las 9:51 de la mañana y desde la resistente vigilia de mujeres reunida alrededor del Palacio del Congreso, emana un aullido, un grito eufórico, un rugido al unísono que libera una emoción contenida y amasada en la áspera madrugada del 14 de junio. Desbordante como un manantial, los llantos de miles de mujeres argentinas ensordecieron los ecos de las calles porteñas apenas habitadas, y coronaron los cánticos de una victoria no anunciada: por primera vez, después de varias décadas de lucha, el Estado Argentino oyó la polifonía de voces que bramaban por el derecho a decidir.

Tomadas de la mano a la intemperie, abrazadas y muy arropadas para protegernos del frío, las mujeres tomamos las calles de nuestra ciudad como otras veces en otros momentos, pero con una diferencia esta vez. Armadas de coraje, júbilo y determinación, asistimos a la plaza sabiendo que hasta no recuperar la soberanía sobre nuestros cuerpos no nos iríamos de allí.  Una convicción que se sostuvo en el estoicismo de quienes expusieron sus cuerpos a la noche helada, en la solidaridad de las que permanecieron inmóviles durante el día, en el deseo de las que siguieron denodadamente las discusiones por la televisión y en la pasión de las que bregaron por este derecho en la esfera pública, jugándose el pellejo en cada declaración. Todas y cada una de nosotras en sintonía y simultaneidad, hicimos lo que la cultura dice que nos corresponde: llorar.

Llorar de alivio.
Llorar a borbotones.
Llorar de impotencia.
Llorar de alegría.
Llorar de pena.
Llorar de emoción.
Llorar.

Una fuerza ancestral nos empuja y cedemos ante su manifestación. Un ritual conocido, espontáneo e incontrolable. Atávico, visceral. Una forma de catarsis. Eso es llorar. Como una Magdalena bañando con sus lágrimas un sepulcro vacío. Como la dama de blanco en la esquina de la Biela seduciendo transeúntes para llevarlos hasta su tumba. Como La Llorona buscando a los hijos, con sus largos y finos dedos peinando los caudales del río. Como Hécuba, erguida cual estatua de sal en las ruinas de Troya, llorando el trágico destino de una ciudad devastada por la Guerra.

El llanto puede ser rebeldía, testimonio del episodio más atroz o evidencia de la infinita crueldad humana. Puede ser expresión de angustia, de felicidad y, por qué no, experiencia mística, una revelación.

En esa extensa jornada de miércoles, hubo muchas otras clases de llantos en el recinto de diputados: llantos contagiados por la emoción de saber que se protagonizaba un acontecimiento histórico; llantos íntimos, provocados por fantasmas que acechaban los recuerdos tristes de experiencias personales, cercanas; llantos de crisis, resultado de dilemas morales, éticos y personales que muchas legisladoras debieron enfrentar y, finalmente, el llanto inolvidable de reconocer en los adversarios de la política, posibles aliados.

Llantos también brotaron durante los días previos. Aquellos que surgieron de las historias que oímos y nos conmovieron. Los de esas tragedias silenciosas, singulares y enormes, de mujeres y familias que suceden cotidianamente en nuestro país, horadadas por el rumor de la bulliciosa agenda mediática.  Entre ellas, la de Ana María Acevedo, víctima del abandono médico y estatal, quien murió de cáncer al no recibir el tratamiento correspondiente. El sistema de salud de su provincia se negó a practicarle el aborto que precisaba para poder sanar y tanto ella como el feto que los médicos priorizaron, murieron en consecuencia. Lágrimas de sangre.

Así llegamos al 13 de junio, con mirada solidaria, encarnando las tragedias ajenas, batallando los desafíos actuales y avizorando los destellos de un futuro que asoma. Así llegamos: atravesadas por la política y la tragedia, atravesadas por la espiritualidad y la empatía, atravesadas por las desgracias propias y ajenas, por las catástrofes de nuestros cuerpos y por el goce de poder disfrutarlos.

Porque hoy, más que en ningún otro momento, puede comprenderse en carne y hueso qué quiere decir eso de que lo personal es político. Ya que en nuestros cuerpos confluyen todo el peso del devenir histórico y del acontecer político. En ellos vibran recuerdos de cuentos e historias secretas, murmuradas por lo bajo y con vergüenza, de nuestras abuelas, tías, madres y amigas: relatos de embarazos no queridos, de abortos practicados en la más humillante de las soledades y de sexualidades experimentadas por fuera de los ambiguos límites del qué dirán.

Nuestros cuerpos lloran un mar de lágrimas y forman un río caudaloso, de bravos bríos que traen consigo nuevas corrientes. Desatan una marea peligrosa, irrefrenable que inunda las calles ahora nuestras de canciones, percusiones, danzas, rituales y otras formas de ser y estar en este mundo. Esperamos esperanzadas que los representantes del pueblo nos devuelvan sin demora aquello que nos fue arrebatado hace muchísimo tiempo y que nos pertenece por derecho natural: la soberanía sobre nuestros cuerpos y la libertad de decidir. Senadores, les pedimos escuchen de una vez por todas el clamor de nuestro mítico llanto.