Por Reina Roffé

Hacia finales de los años setenta, ediciones Corregidor publicó la segunda novela de Clarice Lispector, O lustre (1946), que fue traducida al castellano por Haydée Jofré Barroso como La araña. Uno de los títulos con los que el escritor y periodista J.C. Martini Real, asesor de la editorial, amplió y dio categoría al catálogo de autores/as latinoamericanos/as que creó durante la mencionada década, además de coordinar otras colecciones y la tan exitosa “Historia del tango”. Recuerdo las palabras de Martini Real que, por entonces, era mi pareja, cuando trajo el libro a casa: “No es de fácil lectura: ni el argumento ni el modo de contar atrapan o fascinan. Pero te llevará a otras obras de Lispector”. Tenía razón. En principio, cada página de La araña –en España traducida como La lámpara– me hacía retroceder a la anterior. No porque me perdiera en su entramado, ciertamente complejo, sino por su densidad, por el sufrimiento y la privación de Virginia, la protagonista, en el solitario recorrido de una existencia en permanente estado de alarma –desde la crianza en la casa de campo, atrapada en las redes de una familia hosca, distante, y con un hermano, Daniel, el único con quien se vincula de forma singular, equívoca y hasta incestuosa–, todo en ella es un constante tropiezo que nos sitúa frente a nuestra rémora personal: las dificultades para relacionarnos con lo propio y también con lo ajeno. Esa Virginia-Clarice que cava hondo y horada hasta en los intersticios donde nadie desea mirar.

Lispector decía: “Tengo miedo de escribir. Es peligroso”, y Juan Rulfo: “Se sufre en serio”. Pese a todo, ninguno de los dos suspendió definitivamente la escritura; mucho menos la autora brasileña, que lo hizo hasta el final, porque escribir era para ella una suerte de misión: salvar la vida de alguien, probablemente la suya, como afirma la voz narrativa en su obra póstuma Un soplo de vida, ese verdadero tour de force entre un autor y su criatura.
A medida que iba haciendo acopio de sus libros, se afianzaba en mí la idea de que, más que entretener con historias –que ostentan un argumento impecable, una trama sólida, el desarrollo sostenido de la acción–, Clarice Lispector pretendía dar su particular visión del mundo valiéndose de un lenguaje a veces inclasificable, por lo que podríamos llamar su originalidad o su posición abismal, de salto, de ruptura con las normas narrativas, que se torna extraño, dada su exclusiva manera de componer imágenes vigorosas que van armando un complejo andamiaje formal. Extrañeza que, sin embargo, seduce al lector por su incesante novedad y lo desarma por la fuerza de lo que propone: el duro aprendizaje de los invariables modos de la existencia humana.
Desde sus primeras obras –Cerca del corazón salvaje (1944), que le deparó un premio y numerosos elogios a la por entonces muy joven autora que se convertiría, con Guimarâes Rosa, en eje fundamental de la vanguardia literaria de su país, pasando por Lazos de familia (1960), La manzana en la oscuridad (1961), La pasión según G.H. (1964), hasta las últimas, La hora de la estrella (1977) y Un soplo de vida (1978)–, nos encontramos con un estilo personal, de alto riesgo, que produce una especie de hipnosis en el lector, no solo leemos sus páginas, las contemplamos como si estuvieran esculpidas en el papel, y después de “pulverizarnos los ojos”, como en el poema de Alejandra Pizarnik, seguimos adelante, porque algo ha cambiado en nosotros, quizá nuestra propia forma de leer. Entramos, inadvertidamente, en otro sistema, en algo que se parece a un temblor de agua dentro de un cristal, temblor de corta duración, pero de gran intensidad, eso que para Cortázar debía producir un gran relato.
Escribir es, en efecto, una búsqueda que, en esta autora, se carga de imágenes rebosantes de sensualidad poética, de contenidos subyacentes y de introspección.

Cada artículo que se publica sobre esta autora constituye una proeza. No pisaré ese ring. Me abocaré a la impresión de lectura que dejó en mí Lispector en lo que plasma como nadie: el sentimiento y la reacción física que provocan el aburrimiento y la desgana que padecen de manera significativa los personajes que pueblan sus narraciones. Criaturas que materializan pensamientos filosóficos ligados con la idea del tedio y evolucionan en lo que Sartre denominó “náusea”, síntoma de las grandes urbes del siglo XX, conocimiento de lo intolerable que llega a ser la existencia de cada uno, impregnada de repeticiones y rutinas, de cotidianeidad asfixiante. El éxtasis melancólico que produce la náusea (que puede ser de origen anímico, social, psíquico o filosófico), se resuelve en Lispector creando historias que nos interpelan: ¿de dónde surge el hastío existencial, la conciencia extrema de soledad, la angustia por la imposibilidad de abarcar el mundo y sentirse parte de él? Pero también: cómo y por dónde pululan sus desdichados personajes, que parecen estar imbuidos por lo que Hannah Arendt denominó “acosmia” y que algunos, como la profesora Elena Losada Soler, señalan y relacionan con los judíos y, específicamente, con los condenados de Kafka, seres “fuera del mundo, pero marcados por él”.

Por la obra de Lispector vemos circular mujeres, muchas mujeres que viven en espera, que aguardan algo: una vía de escape, una iluminación que las oriente hacia una salida o un orden donde el caos no sea todo lo que hallen como respuesta a sus infructuosas búsquedas. Sucede, por ejemplo, en La pasión según G.H., donde el efecto de epifanía asociado a revelación, que promueve un cambio en el devenir de los personajes, del que tanto habló James Joyce, opera aquí de otra manera. Para las criaturas de la brasileña no hay grandes revelaciones, sino atisbos o ínfimos claros en la maraña de la realidad que, a veces, suscitan un desvío positivo y, otras, un regreso a la náusea que desencadena un sentimiento trágico: la vida no merece la pena.
Muchas mujeres. Es que Lispector coloca a la mujer en el epicentro de su narrativa y, desde ahí, analiza la relación con el pasado y el presente, elabora una genealogía del desamparo y la opresión. Y algo más: se introduce en el estudio de lo inefable que hay en todo lenguaje. Una autora que escribe desde la intimidad del cuerpo convirtiéndolo en un anclaje posible. Como otras escritoras, las que vinieron después en distintos países de América Latina, la brasileña presenta oposición ¿a qué?, a un escenario desangelado y hostil especialmente con las mujeres, enfermando a sus personajes femeninos que parecieran afirmarse en la alienación y el dolor, que manifiestan el malestar de la historia con el malestar del cuerpo y los desórdenes de la mente. Resistencia a contracorriente.
Algunos de los primeros libros de Lispector corresponden a su periplo de “exilio”, cuando vivió en Europa y en Estados Unidos. La ciudad sitiada es uno de ellos, en él podemos observar que los personajes clariceanos están modelados con una característica peculiar: la contemplación. Una etapa creativa propiciada por el flâneurismo o callejeo por sus nuevos hogares literarios, llenos de curiosidades y encarcelamientos igualmente nauseabundos. Su discurso intimista le facilita proveer de tonalidades el lenguaje, su principal creación, y avanzar con una escritura que se postula como desafío, incluso para la propia autora que, quizá como pocas, supo trazar con pericia el mapa de la enajenación humana. Agua viva es de esos textos que operan con el lenguaje como si éste fuera un viaje interior a su raíz más profunda y diáfana, pero también a su escollo. Desaparecen argumentos y personajes para dar prioridad al retrato de una voz.

Para una mayor comprensión del universo clariceano se han señalado las lecturas e influencias literarias de la brasileña, que aseguraba sentirse afín solo con Dostoievski, aunque sus huellas literarias nos guían, por un lado, a pensar en Joyce y Virginia Woolf, que ensayaron con eficacia el monólogo interior, y por otro, en Katherine Mansfield, escritora modernista que trató de forma destacada asuntos relacionados con la vida cotidiana, el aislamiento y la angustia producida por la no pertenencia. Vertientes que reaparecen con un sesgo propio y culminan en La hora de la estrella, que es el “fulgurante testamento literario” de Lispector, escrito poco antes de su muerte, en 1977, en el que vemos crecer y sucumbir a una joven que no sabía lo que era, personaje abrumado por su insignificancia y lamentable pobreza. Mujeres que se ocultan para hacerse más presentes en la mente del lector.
Otro texto de su último período es, como ya mencioné, Un soplo de vida que, junto con La hora de la estrella, conforman las dos obras póstumas de Lispector. Aunque distintos, ambos relatos examinan en profundidad, y se cuestionan, el sentido de la vida y de la literatura, pero es en Un soplo de vida donde esta indagación se centra con mayor énfasis en el acto de escribir. En él, un escritor y su alter ego sirven de subterfugio para que la narradora exponga los objetivos de su propuesta literaria, que algunos calificaron de hermética confundiendo hermetismo con aquello que funciona como reverso de los tópicos estéticos. Cierto es, no obstante, que sus libros se alimentan de “una fuente oscura”, como se anuncia en Un soplo de vida, sugieren en vez de definir y afirmar, pero se abren fácilmente para quienes “creen en el misterio” y no buscan solo informes, “entretenimiento superficial”, sino “sensaciones pensadas”.

Un soplo de vida, cuyo subtítulo es Pulsaciones, condensa de manera ejemplar el movimiento intenso, el alcance vibrante de toda la prosa de esta autora. En algún sentido, es un texto confesional y también un tratado de poética, el adiós conmovedor de quien ha hurgado “en lo que está oculto” para revelarnos la comunión entre vida y literatura.
Aciertan quienes califican la narrativa de esta autora como una poética de la mirada (entre otros, Carolina Hernández Terrazas), cuando señalan que su patria es el lenguaje y advierten que ha producido una escritura del silencio y, en mi opinión, contra el silencio, escritura que pelea con las palabras, con la limitación de las palabras, siempre trilladas, que nos saturan, incapaces de nombrar ese algo que, seguramente, está detrás o más allá de las propias palabras. Y a pesar de esa lucha, de ese fracaso –“escribir es horrible”–, sigue adelante con su misión y la finalidad de develar parte del misterio que uno es para sí mismo y el misterio que son los demás.
Si para la filósofa Hannah Arendt la felicidad era el pensamiento, en un/a escritor/a, contra todo lo que se afirme, es escribir, felicidad clandestina, como en ese cuento que da título a uno de los libros de relatos de Lispector, en el que una niña lectora, con un libro, solo puede tener “el pecho caliente, el corazón pensativo”, “vivir en un éxtasis purísimo” o vivir, parafraseando de nuevo a Pizarnik, “solamente en éxtasis”.