Mirga Gražinytė-Tyla, joven estrellla de la dirección orquestal

Por Sebastián Spreng  

Amansada por horas de audición diaria, la rutina del cronista musical depara pocas sorpresas. En muy contadas ocasiones debe abandonar todo para quedar absorto frente a algo que lo retrae al deslumbramiento inicial de años atrás, al descubrir este compositor o aquel intérprete, ansiado evento que sucede ante el inesperado ataque de la belleza pura en un mundo que parece haberlo visto todo. Hecho que confirma que si aún hay posibilidad de sorprenderse, continúa siendo tarea de los artistas.

Este es el caso mediante un disco excepcional que trae felices coincidencias, la del debut discográfico en DG de una directora formidable y la revaloración de un compositor que poco a poco concita admiración universal: la joven lituana Mirga Gražinytė-Tyla y el polaco Mieczysław Weinberg (1919-1996).

Weinberg nació en Varsovia en una familia de músicos y actores pero pasó la mayor parte de su vida en la entonces Unión Soviética, adonde huyó en 1939 ante la invasión nazi viviendo bajo el nombre de Moisey Samilovich Vaynberg hasta “recuperar” su nombre en 1982. Su familia permaneció en Varsovia y fue exterminada en los campos de concentración. En Moscú, se convirtió en pianista y compositor contando con la amistad incondicional de Shostakovich (que lo rescató al ser encarcelado por Stalin por “judío burgués nacionalista” en 1953), a quien consideró su maestro y mayor influencia. Veintidós sinfonías, diecisiete cuartetos de cuerdas (grabados por el Cuarteto Danel), obras para piano, sonatas para violín, un concierto para violín, otro para chelo y flauta y seis óperas -entre ellas El idiota, El retrato y la notable La pasajera que fuera estrenada por la Florida Grand Opera la temporada pasada-, sin contar con la música compuesta para setenta largometrajes, integran una obra sólida y rica que va ganando terreno en el repertorio.

Al mando de la espléndida City of Birmingham Symphony, Mirga Gražinytė-Tyla dirige esta orquesta junto a la Kremerata Baltica (con Gidon Kremer, infatigable paladín del compositor) en las sinfonías segunda y la veintiuna completada en 1991 y dedicada a las víctimas del gueto de Varsovia. De 1946, la Segunda Sinfonía para orquesta de cuerdas es la ideal introducción a su obra, creada poco después de enterarse del horrendo destino de su familia. Sinfonía formal, tradicional, exquisita con arcos inmensos a la Mahler, con un toque de Schumann y el doliente Richard Strauss de Metamorfosis. La Kremerata entrega una lectura antológica donde los silencios cuentan como las notas. En esta elegía punzante y serena se va de estremecimiento en estremecimiento gracias a su belleza tan helada como implacable.

En inmejorable pendant, la épica Sinfonía Kaddish consta de un gigantesco movimiento dividido en seis secciones, un lamento de casi una hora que recorre íntegra la gama de posibilidades expresivas de Weinberg. La influencia de Shostakovich es evidente aunque refleja un calidoscopio de casi todas las corrientes musicales del siglo perfectamente amalgamadas, desde alucinadas alusiones al klezmer a  desolados solos de violín (por un magistral Kremer), las embestidas a la Bartok, Prokofiev, Elgar, una recurrente frase mahleriana de La vida terrenal de El cuerno mágico de la juventud (“Madre, muero de hambre”) y la célebre Balada en sol menor que emerge luminosa, flameante como símbolo de la identidad polaca y que significativamente Chopin compuso en Viena añorando a su familia que luchaba contra la opresión rusa. Weinberg labra un compendio de las tragedias del siglo impregnándolas de un lirismo incontenible sin odios ni revanchismos, con una mirada ejemplar. En el último tramo, la voz blanca de la mismísima directora se une a la orquesta como última luz frente al Chopin trunco. Es el ángel y es también el niño de Wozzeck. El efecto es sencillamente devastador.

Un tapiz musical trascendental con música que estremece la fibra más íntima, como un lacerante aire gélido navegando la oscuridad más sórdida ¿Derivativo? Quizás ¿Magnífico? Indudablemente. Weinberg se parece a muchos y curiosamente, a ninguno, así como Borges definía el Uruguay: El sabor de lo oriental con estas palabras pinto; es el sabor de lo que es igual y un poco distinto.  Si antes fue Mahler, luego Shostakovich, luego Gorecki, le ha llegado la hora a Weinberg y de la mano más joven para revelar su obra. 

Recompensa inesperada para el cronista, este imperdible para todos quizás sea el disco del año.

*WEINBERG, SYMPHONIES No 2 & 21, CBO, KREMERATA BALTICA, GRAZINYTE-TYLA, Deutsche Grammophon, CD 0289 483 6566 1