Amansada por horas de audición diaria, la rutina del
cronista musical depara pocas sorpresas. En muy contadas ocasiones debe
abandonar todo para quedar absorto frente a algo que lo retrae al
deslumbramiento inicial de años atrás, al descubrir este compositor o aquel
intérprete, ansiado evento que sucede ante el inesperado ataque de la belleza
pura en un mundo que parece haberlo visto todo. Hecho que confirma que si aún
hay posibilidad de sorprenderse, continúa siendo tarea de los artistas.
Este es el caso mediante un disco excepcional que trae
felices coincidencias, la del debut discográfico en DG de una directora
formidable y la revaloración de un compositor que poco a poco concita
admiración universal: la joven lituana Mirga Gražinytė-Tyla y el polaco
Mieczysław Weinberg (1919-1996).
Weinberg nació en Varsovia en una familia de músicos y
actores pero pasó la mayor parte de su vida en la entonces Unión Soviética,
adonde huyó en 1939 ante la invasión nazi viviendo bajo el nombre de Moisey
Samilovich Vaynberg hasta “recuperar” su nombre en 1982. Su familia permaneció
en Varsovia y fue exterminada en los campos de concentración. En Moscú, se
convirtió en pianista y compositor contando con la amistad incondicional de
Shostakovich (que lo rescató al ser encarcelado por Stalin por “judío burgués
nacionalista” en 1953), a quien consideró su maestro y mayor influencia.
Veintidós sinfonías, diecisiete cuartetos de cuerdas (grabados por el Cuarteto
Danel), obras para piano, sonatas para violín, un concierto para violín, otro para chelo y flauta
y seis óperas -entre ellas El idiota, El
retrato y la notable La pasajera que fuera
estrenada por la Florida Grand Opera la temporada pasada-, sin contar con la música
compuesta para setenta largometrajes, integran una obra sólida y rica que va
ganando terreno en el repertorio.
Al mando de la espléndida City of Birmingham Symphony,
Mirga Gražinytė-Tyla dirige esta orquesta junto a la Kremerata Baltica (con
Gidon Kremer, infatigable paladín del compositor) en las sinfonías segunda y la
veintiuna completada en 1991 y dedicada a las víctimas del gueto de Varsovia.
De 1946, la Segunda Sinfonía
para orquesta de cuerdas es la ideal introducción a su obra,
creada poco después de enterarse del horrendo destino de su familia. Sinfonía
formal, tradicional, exquisita con arcos inmensos a la Mahler,
con un toque de Schumann y el doliente Richard Strauss de Metamorfosis. La Kremerata
entrega una lectura antológica donde los silencios cuentan como las notas. En
esta elegía punzante y serena se va de estremecimiento en estremecimiento
gracias a su belleza tan helada como implacable.
En inmejorable pendant, la épica Sinfonía Kaddish consta de
un gigantesco movimiento dividido en seis secciones, un lamento de casi una
hora que recorre íntegra la gama de posibilidades expresivas de Weinberg. La
influencia de Shostakovich es evidente aunque refleja un calidoscopio de casi
todas las corrientes musicales del siglo perfectamente amalgamadas, desde
alucinadas alusiones al klezmer a desolados solos de violín (por un
magistral Kremer), las embestidas a la Bartok, Prokofiev, Elgar,
una recurrente frase mahleriana de La vida terrenal de El cuerno mágico de la juventud (“Madre,
muero de hambre”) y la célebre Balada
en sol menor que emerge luminosa, flameante como símbolo
de la identidad polaca y que significativamente Chopin compuso en Viena
añorando a su familia que luchaba contra la opresión rusa. Weinberg labra un
compendio de las tragedias del siglo impregnándolas de un lirismo incontenible
sin odios ni revanchismos, con una mirada ejemplar. En el último tramo, la voz
blanca de la mismísima directora se une a la orquesta como última luz frente al
Chopin trunco. Es el ángel y es también el niño de Wozzeck. El efecto es
sencillamente devastador.
Un tapiz musical trascendental con música que
estremece la fibra más íntima, como un lacerante aire gélido navegando la
oscuridad más sórdida ¿Derivativo? Quizás ¿Magnífico? Indudablemente. Weinberg
se parece a muchos y curiosamente, a ninguno, así como Borges definía el
Uruguay: El sabor de lo oriental con estas palabras pinto; es el sabor
de lo que es igual y un poco distinto. Si antes fue Mahler, luego Shostakovich,
luego Gorecki, le ha llegado la hora a Weinberg y de la mano más joven para
revelar su obra.
Recompensa inesperada para el cronista, este
imperdible para todos quizás sea el disco del año.
*WEINBERG,
SYMPHONIES No 2 & 21, CBO, KREMERATA BALTICA, GRAZINYTE-TYLA, Deutsche
Grammophon, CD 0289 483 6566 1