Sueño, divino tesoro


Por Florencia Bendersky

Ya lo decía Segismundo en su torre: “¿Qué es la vida? Un frenesí ¿Qué es la vida? Una ilusión, una sombra, una ficción, y el mayor bien es pequeño; que toda la vida es sueño, y los sueños, sueños son”. Calderón de la Barca en el 1600 advertía que este mar de realidad se licuaba ante un mínimo encierro, sin imaginar obviamente que sus palabras serían usadas para publicidades de colchones en el 2000 y pico, pretendiendo vender el reposo perfecto.

Yo misma no sospechaba que caería en el ardid hasta que, luego de 8 años, me tocó cambiar mi sommier.

Que la vida es sueño siempre lo supe, no por artista sino por mi propensión a dormir cual lirón. Pocos placeres me son tan amables como el del sueño. Quienes han convivido o conviven conmigo lo saben.

Como todo placer, el dormir se me ha hecho escaso. Desde mi más tierna infancia me ha tocado despertar al alba para ir a la escuela, siempre en el turno mañana, por aquella creencia infundada (lo digo con fundamento) de que se era mejor alumna si se madrugaba. Desde los 3 años hasta los 17, pasé toda mi escolaridad añorando el sueño, el dormir esos 5 minutos más, el esperar que el reloj no sonara o el milagro de una tormenta. Los fines de semana tampoco me eran amigables: el sábado era el día en que mi madre no trabajaba y había que hacer todo lo que ella no podía hacer en la semana. Así que, en vez de dormir (que era lo que yo no podía hacer en la semana), había que levantarse pronto en la mañana, cambiar las sábanas, juntar la ropa sucia e ir al laverap. Otra gente los sábados iba al club, tenía torneos, paseaba. Yo tenía que comprar unas fichas que metía en máquinas lavarropas gigantes y esperaba una hora a que terminara el ciclo completo, para luego aguantar otros 45 minutos más a que la máquina secadora dejara todo en estado de doblar y llevar a casa. Todos mis sábados desde los 12 hice ese trabajo. Un día descubrí que existía el valet, una opción que permitía dejar la ropa y que otro hiciera el trabajo, pero mi madre la desestimó porque no confiaba en ese servicio: quizá esperaba que Juncadella lo realizara para sentirse más segura de que nadie le iba a robar las medias. Conclusión, yo fui el valet y seguí llevando la ropa al laverap todos los sábados por la mañana hasta que compraron un lavarropas en casa.

A mis 18, la facultad de derecho tuvo de mí una breve visita matinal durante poco más de un año, suficiente para saber que no iba a ser abogada y que esa profesión no iba a lamentarlo. Así, llegué al arte dramático, pero tardé varios años más en poder dormir por las mañanas. Un día logré lo que soñaba: permanecer en brazos de Morfeo ¡hasta las dos de la tarde!

El lapso entre sueño y vigilia no duró tanto, porque al nacer mi hijo, su sueño pasó a ser el principal regulador del mío. Cual zombi cambié pañales y preparé mamaderas, siempre intentando dormir un poquito más. Mi hijo, a los 4 años, aprendió a prepararse solo el desayuno los fines de semana porque sabía que su madre (es decir yo) era incapaz de reaccionar a sus madrugones.

Su escolaridad es otra vez la mía, y vuelvo a despertarme a las 6.30 am para llevarlo al colegio, porque soy una mujer de costumbres masoquistas.

Pero volviendo al tema del descanso, me encontré en la encrucijada temporal del cambio de sommier (colchón y su sostén)  después de ocho años.

Si alguien no ha pasado por este momento, no sospechará quizá la gama cuasi infinita de letti que existen. Colchones de resortes, independientes, tubulares, enfundados; de goma espuma, de alta densidad; con pillow, sin pillow, de 20, 21, 25, 30 cm de ancho, con funda, sin funda, con tela que permite la buena ventilación, memory foam y fragancias relajantes que inducen al sueño (sic).

Las medidas son otro tema: la cama matrimonial ya no se llama así y parece que el metro cuarenta es algo en desuso. Las camas ahora son Queen o King size, aunque no me imagino a ningún rey, ninguna reina con ese tamaño.

La gran mayoría ofrece garantías de 5 y 10 años, porque se van depreciando a medida que pasa el tiempo, como si cada sueño descontara su valor.

Otro detalle a tener en cuenta es que en esta vida digital, donde se puede comprar desde choclos a plutonio por internet, la cama es un bien de los pocos que aún deben probarse, porque no tienen cambio si no te queda.

Así que debí recorrer centros, mundos y exposiciones del colchón para –ridículamente- mostrarme en vidrieras de esta capital, recostada sobre camas envueltas en plástico, ante la mirada obscena de los transeúntes que reconocían lo absurdo de la situación. Shame, shame, shame.

Finalmente y no sin dudarlo, terminé optando por una cama, de la marca del cantautor argentino, el modelo que lleva el nombre de la señora de los almuerzos. Comprenda querida lectora o lector que, a esta altura, lo de los apelativos apenas me resultó algo risueño.

La casa donde lo compré se llama La exposición, y como su nombre lo indica, me entregaron la cama que estaba expuesta el mismo día que la compré.

No voy a aburrirlos con los pormenores de lo que hice con mi anterior cama o de cómo subieron y bajaron ambas los 3 pisos por escalera, detalles que merecerían un capítulo aparte.

Apenas hace unas noches que comencé a dormir en ella y ya nos hemos convertido en entrañables amantes. Aún tiene la firmeza de los comienzos y la suavidad de lo desconocido. No me pide mucho, solo rotarla cada dos semanas de abajo arriba y de izquierda a derecha. Creo que mi cama está alineada con el mundo actual. Pero particularmente con mis ansias de dormir confortablemente a pata suelta.